miércoles, 26 de marzo de 2014

Cuadros parisienses VI


Os dejo los dos últimos poemas para el comentario.

CX
Recogimiento

Sé sabia, Pena mía, y permanece en calma.
Reclamabas la Noche; ya desciende, hela aquí:
envuelve a la ciudad una atmósfera oscura
a unos la paz trayendo y a los más la zozobra.
Mientras que la gran masa de los viles mortales,
del Placer bajo el látigo, ese verdugo impávido,
cosecha sinsabores en la fiesta servil,
ofréceme tu mano, Pena mía, ven aquí

Lejos de ellos. Mira balancearse los años transcurridos
con vestidos ridículos, sobre las balaustradas
del cielo; la nostalgia burlona ya emerge de las aguas;

Descansa bajo un arco el moribundo sol
y, tal enorme sudario rezagado, hacia Oriente,
oye, querida, oye cómo avanza la Noche.

CXV
La Luna Ofendida

Oh Luna que adoraban nuestros padres discretos,
desde el país azul en donde, harén radioso
te seguirán los astros en tocado pomposo,
mi vieja Cyntia, lámpara de nuestros vericuetos.

¿A los amantes ves en su jergón dorado
dormir, mostrando el fresco esmalte de tus dientes?
¿Ves al poeta sobre su trabajo inclinado?
¿O acoplarse en los céspedes secos las serpientes?

¿De dominó amarillo, con planta recogida,
vas como antaño, desde la tarde hasta la aurora,
a besar de Endymión la gracia envejecida?

-"¡Veo a tu madre, hijo de este siglo menguado,
que ante su espejo un cúmulo de años ha instalado
y con arte, ese pecho que te nutrió, decora!"


jueves, 20 de marzo de 2014

Cuadros parisienses V

XCIX
(YO NO HE OLVIDADO...)
Yo no he olvidado, vecina a la ciudad,
Nuestra blanca morada, pequeña pero tranquila;
Su Pomona de yeso y su vieja Venus
En un bosquecillo insignificante ocultando sus miembros desnudos,
Y el sol, en la tarde, refulgente y soberbio,
Que, detrás del cristal en que se quebraba su gavilla,
Parecía, ojo inmenso abierto en el cielo curioso,
Contemplar vuestras cenas largas y silenciosas,
Derramando generosamente sus bellos reflejos de cirio
Sobre el mantel frugal y las cortinas de sarga.
1857.


C
(A LA CRIADA...)
A la criada de la que con toda el alma estabais celosa
Y que duerme su sueño bajo un humilde césped,
Debiéramos, sin embargo, llevarle algunas flores.
Los muertos, los pobres muertos, tienen grandes dolores,
Y cuando Octubre sopla, talador de viejos árboles,
Su viento melancólico alrededor de sus mármoles,
En verdad, deben encontrar los vivos harto ingratos,
Durmiendo, como lo hacen, cálidamente entre sus sábanas,
Mientras que, devorados por negras ensoñaciones,
Sin compañero de lecho, sin gratas conversaciones,
Viejos esqueletos helados consumidos por el gusano,
Sienten escurrirse las nieves del invierno
Y el siglo transcurrir, sin que amigos ni familia
Reemplacen los jirones que penden de su verja.
Cuando el leño silba y canta, si en la tarde,
Tranquila, en el sillón yo la veía sentarse,
Si, en una noche azul y fría de diciembre,
Yo la encontraba acurrucada en un rincón de mi cuarto,
Grave, y viniendo del fondo de su lecho eterno
Incubar el niño crecido bajo su mirada maternal,
¿Qué podría responder yo a esta alma piadosa,
Viendo caer las lágrimas de su pupila hueca?


CI
BRUMAS Y LLUVIAS
¡Oh, finales de otoño, inviernos, primaveras cubiertas de lodo,
Adormecedoras estaciones! yo os amo y os elogio
Por envolver así mí corazón y mi cerebro
Con una mortaja vaporosa y en una tumba baldía.
En esta inmensa llanura donde el austro frío sopla,
Donde en las interminables noches la veleta enronquece,
Mi alma mejor que en la época del tibio reverdecer
Desplegará ampliamente sus alas de cuervo.
Nada es más dulce para el corazón lleno de cosas fúnebres,
Y sobre el cual desde hace tiempo desciende la escarcha,
¡Oh, blanquecinas estaciones, reinas de nuestros climas!,
Que el aspecto permanente de vuestras pálidas tinieblas,
—Si no es en una noche sin luna, uno junto al otro,
El dolor adormecido sobre un lecho cualquiera.


CII
SUEÑO PARISIENSE
Constantin Guys
I
De aquel terrible paisaje,
Tal que jamás un mortal vio,
Esta mañana todavía la imagen,
Vaga y lejana, me arrebataba.
¡El sueño estaba lleno de milagros!
Por un capricho singular
Yo había desterrado del espectáculo
El vegetal singular,
Y, pintor orgulloso de mi genio,
saboreaba en mi cuadro
La embriagante monotonía
Del metal, del mármol y del agua.
Babel de escaleras y de arcadas,
Era un palacio infinito,
Lleno de fuentes y cascadas
Volcando el oro mate o bruñido;
Y cataratas pesadas,
Como cortinas de cristal,
Pendían, deslumbrantes,
De las murallas de metal.
No de árboles, sino de columnatas,
Los dormidos estanques nos rodeaban,
Donde gigantescas náyades,
Como mujeres, se contemplaban.
Napas de agua derramábanse, azules
Entre malecones rosados y verdes,
A lo largo de millones de leguas,
Hacia el confín del universo;
¡Eran piedras inauditas
Y oleadas mágicas; eran
Inmensos espejos deslumbrantes
Por todo cuanto ellos reflejaban!
Indolentes y taciturnos,
Los Ganges, en el firmamento,
Volcaban el tesoro de sus urnas
En abismos de diamante.
Arquitecto de mis hechizos,
Yo hacía, a mi capricho,
Bajo un túnel de pedrerías
Pasar un océano domado;
Y todo, aun el color negro,
Parecía límpido, claro, irisado;
El líquido engastaba su gloria
En el destello cristalizado.
¡Ningún astro, desde luego, nada de vestigios
De sol, ni siquiera en lo bajo del cielo,
Para iluminar estos prodigios,
Que brillaban con su propio fuego!
Y sobre estas movientes maravillas
Cerníase (¡terrible novedad!
¡Todo para la vista, nada para los oídos!)
Un silencio de eternidad.
II
Al reabrir mis ojos llameantes
He visto el horror de mi rincón,
Y sentí, penetrando en mi alma,
La punta de las preocupaciones malditas;
El péndulo de los acentos fúnebres
Sonaba brutalmente el mediodía,
Y el cielo volcaba tinieblas
Sobre el triste mundo adormilado.


CIII
EL CREPÚSCULO MATUTINO
La diana cantaba en los patios de los cuarteles,
Y el viento de la mañana soplaba sobre las linternas.
Era la hora en que el enjambre de los sueños malignos
Tuerce sobre sus almohadas los atezados adolescentes;
Cuando, cual un ojo sangriento que palpita y se menea,
La lámpara en el amanecer es una mancha roja;
Cuando el alma, bajo el peso del cuerpo rudo y pesado,
Imita los combates de la lámpara y del día.
Como un rostro en llanto que las brisas enjugan,
El aire está lleno del escalofrío de las cosas que se fugan,
Y el hombre está fatigado de escribir y la mujer de amar,
Las casas, aquí y allá, comienzan a humear,
Las hembras de placer, el párpado lívido,
Boca abierta, dormían con su sueño estúpido;
Las pordioseras, arrastrando sus senos fláccidos y fríos,
Soplaban sobre sus tizones y soplaban sobre sus dedos.
Era la hora en que, entre el frío y la roñería
Se agravan los dolores de las mujeres yacientes;
Cual un sollozo cortado por un vómito espumoso
El canto del gallo, a lo lejos, rasgaba el aire brumoso;
Un mar de nieblas bañaba los edificios,
Y los agonizantes en el fondo de los hospicios
Exhalaban su postrer estertor en hipos desiguales.
Los libertinos regresaban, destrozados por sus esfuerzos.
La aurora tiritante, vestida de rosa y verde,
Avanzaba lentamente sobre el Sena desierto,
Y la sombra de París, frotándose los ojos,
Empuñaba sus herramientas, anciano laborioso.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Cuadros parisienses IV

XCV


CREPÚSCULO VESPERTINO

He aquí la noche encantadora, amiga del criminal;

Llega como un cómplice, a paso de lobo; el cielo

Se cierra lentamente cual una gran alcoba,

Y el hombre impaciente se cambia en bestia salvaje.

¡Oh noche!, amable noche, deseada por aquel

Cuyos brazos, sin mentir , pueden decir: ¡Hoy

Hemos trabajado! — Es la noche la que alivia

Los espíritus que devora un dolor salvaje,

El sabio obstinado cuya frente se abruma,

Y el obrero encorvado que recobra su lecho.

Mientras tanto demonios malignos en la atmósfera

Se despiertan pesadamente, cual hombres de negocios,

Y golpean al volar los postigos y el altillo.

A través de las luces que atormenta el viento

La Prostitución se enciende en las calles;

Como un hormiguero ella abre sus salidas;

Por todas partes traza un oculto camino,

Cual el enemigo que intenta un asalto;

Ella se agita en el seno de la ciudad de fango

Como un gusano que roba al Hombre lo que ha comido.

Se escuchan aquí y allí las cocinas silbar,

Los teatros chillar, las orquestas roncar;

Las mesas redondas, en las que el juego hace las delicias,

Llénanse de rameras y de estafadores, sus cómplices,

Y los ladrones, que no tienen tregua ni merced,

Pronto han de comenzar su trabajo, ellos también,

Y forzar suavemente las puertas y las cajas

Para vivir unos días y vestir a sus amantes.

¡Recógete, alma mía, en este grave instante,

Y cierra tu oído a este rugido.

Esta es la hora en que los dolores de los enfermos se agudizan!

La Noche sombría les agarra la garganta; concluyen

Su destino y van hacia la fosa común;

El hospital se llena de sus suspiros. — Más de uno

No llegará jamás en busca de la sopa perfumada,

AI rincón del hogar, de noche, junto a un alma amada.

Todavía la mayoría de ellos, jamás han conocido

La Dulzura del hogar, ¡Jamás han vivido!





XCVI

EL JUEGO

En los sillones marchitos, cortesanas viejas,

Pálidas, las cejas pintadas, la mirada zalamera y fatal,

Coqueteando y haciendo de sus magras orejas

Caer un tintineo de piedra y de metal;

Alrededor de verdes tapetes, rostros sin labio,

Labios pálidos, mandíbulas desdentadas,

Y dedos convulsionados por una infernal fiebre,

Hurgando el bolsillo o el seno palpitante;

Bajo sucios cielorrasos una fila de pálidas arañas

Y enormes quinqués proyectando sus fulgores

Sobre frentes tenebrosas de poetas ilustres

Que acuden a derrochar sus sangrientos sudores;

He aquí el negro cuadro que en un sueño nocturno

Vi desarrollarse bajo mi mirada perspicaz.

Yo mismo, en un rincón del antro taciturno,

Me vi apoyado, frío, mudo, ansioso,

Envidiando de esas gentes la pasión tenaz,

De aquellas viejas rameras la fúnebre alegría,

¡Y todos gallardamente ante mí traficando,

El uno con su viejo honor, la otra con su belleza!

¡Y mi corazón se horrorizó contemplando a tanto infeliz

Acudiendo con fervor hacia el abismo abierto,

Y que, ebrio de sangre, preferiría en suma

El dolor a la muerte y el infierno a la nada!





XCVII

DANZA MACABRA

Para Ernesto Christophe

Como un viviente, arrogante de su noble estatura,

Con su gran ramillete, su pañuelo y sus guantes,

Ella tiene la indolencia y la desenvoltura

De una coqueta flaca de porte extravagante.

¿Se vio alguna vez en el baile un talle más delgado?

Su vestido exagerado, en su real amplitud,

Se vuelca abundantemente sobre un pie seco que oprime

Un zapato adornado, bello cual una flor.

El frunce que juega al borde de las clavículas,

Cual arroyo lascivo frotándose en el peñasco,

Defiende púdicamente de las chanzas ridículas

Los fúnebres encantos que ella sabe ocultar,

Sus ojos profundos están hechos de vacío y de tinieblas,

Y su cráneo, con flores artísticamente peinado,

Oscila lánguidamente sobre sus frágiles vértebras,

¡Oh, encanto de un fantasma locamente emperifollado!

Algunos te tomarán por una caricatura,

Sin comprender, amantes ebrios de carne,

La elegancia sin nombre de tu humana armadura.

¡Tú respondes, gran esqueleto, a mi gusto más caro!

¿Vienes a turbar, con tu imponente mueca,

La fiesta de la Vida? o ¿algún viejo deseo,

Acicateando aún tu viviente esqueleto,

Te impulsa, crédula, al aquelarre del Placer?

¿Con el cantar de los violines, y las llamas de las bujías,

Esperas expulsar tu pesadilla burlona,

Y vienes a implorar al torrente de las orgías

Que refresque el infierno encendido en tu corazón?

¡Inagotable pozo de necedad y de errores!

¡Del antiguo dolor eterno alambique!

A través del retorcido enrejado de tus costillas

Yo veo, todavía errante, el insaciable áspid.

A la verdad, temo que tu coquetería

No alcance un precio digno de sus esfuerzos;

¿Quién, entre esos corazones mortales, alcanza la burla?

¡Los sortilegios del horror sólo embriagan a los fuertes!

El abismo de tus ojos, pleno de horribles pensamientos,

Exhala el vértigo, y los bailarines prudentes

No contemplarán sin amargas náuseas

La sonrisa eterna de tus treinta y dos dientes.

Empero, ¿quién no ha estrechado entre sus brazos un esqueleto,

Y quién no se ha nutrido de cosas sepulcrales?

¿Qué importa el perfume, el vestido o el tocado?

El que hace ascos demuestra que se cree bello.

Bayadera sin nariz, irresistible trotona,

Diles, pues, a estos bailarines que se hacen los ofuscados:

"Arrogantes galanes, pese al arte de los polvos y del colorete,

¡Exhaláis todos la muerte! ¡Oh, esqueletos almizclados!

¡Antinoos marchitos, dandis de rostro glabre,

Cadáveres barnizados, lovelaces canosos,

El alboroto universal de la danza macabra

Os arrastra hacia lugares desconocidos!

Desde los muelles fríos del Sena a los bordes ardientes delGanges,

El tropel mortal salta y se pasma, sin ver

La trompeta del Ángel en un agujero del techo

Siniestramente boquiabierto cual un negro trabuco.

En todo clima, bajo todo sol, la Muerte te admira

En tus contorsiones, risible Humanidad,

Y a menudo, como tú, perfumándose de mirra,

Mezcla su ironía a tu insensatez!"





XCVIII

EL AMOR DE LA MENTIRA

Cuando te veo pasar, ¡oh!, mi querida, indolente,

Al cantar de los instrumentos que se rompe en el cielo raso

Suspendiendo tu andar armonioso y lento,

Y paseando el hastío de tu mirar profundo;

Cuando contemplo bajo la luz del gas que la colora,

Tu frente pálida, embellecida por morbosa atracción,

Donde las antorchas nocturnas encienden una aurora,

Y tus ojos atraen cual los de un retrato,

Yo me digo: ¡Qué hermosa es! y ¡qué singularmente fresca!

El recuerdo macizo, real e imponente torre,

La corona, y su corazón cual un melocotón magullado,

Está maduro, como su cuerpo, para el sabio amor.

¿Eres el fruto otoñal de sabores soberanos?

¿Eres la urna fúnebre aguardando algunas lágrimas,

Perfume que hace soñar con oasis lejanos,

Almohada acariciante, o canastillo de flores?

Yo sé que hay miradas, de las más melancólicas,

Que no recelan jamás secretos preciosos;

Hermosos alhajeros sin joyas, medallones sin reliquias,

Más vacíos, más profundos que vosotros mismos, ¡oh Cielos!

¿Pero, no basta que tú seas la apariencia,

Para regocijar un corazón que rehuye la verdad?

¿Qué importa tu torpeza o tu indiferencia?

Máscara o adorno, ¡salud! Yo adoro tu beldad.

lunes, 17 de marzo de 2014

Cuadros parisienses III

XCII


LOS CIEGOS

¡Contémplalos, alma mía; son realmente horrendos!

Parecidos a maniquíes; vagamente ridículos;

Terribles, singulares como los sonámbulos;

Asestando, no se sabe dónde, sus globos tenebrosos.

Sus ojos, de donde la divina chispa ha partido.

Como si miraran a lo lejos, permanecen elevados

Hacia el cielo; no se les ve jamás hacia los suelos

Inclinar soñadores su cabeza abrumada.

Atraviesan así el negror ilimitado,

Este hermano del silencio eterno. ¡Oh, ciudad!

Mientras que alrededor nuestro, tú cantas, ríes y bramas,

Prendada del placer hasta la atrocidad,

¡Mira! ¡Yo me arrastro también! Pero, más que ellos, ofuscado,

Pregunto: ¿Qué buscan en el Cielo, todos estos ciegos?


XCIII

A UNA TRANSEÚNTE

La calle ensordecedora alrededor mío aullaba.

Alta, delgada, enlutada, dolor majestuoso,

Una mujer pasó, con mano fastuosa

Levantando, balanceando el ruedo y el festón;

Ágil y noble, con su pierna de estatua.

Yo, yo bebí, crispado como un extravagante,

En su pupila, cielo lívido donde germina el huracán,

La dulzura que fascina y el placer que mata.

Un rayo... ¡luego la noche! — Fugitiva beldad

Cuya mirada me ha hecho súbitamente renacer,

¿No te veré más que en la eternidad?

Desde ya, ¡lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás, quizá!

Porque ignoro dónde tú huyes, tú no sabes dónde voy,

¡Oh, tú!, a la que yo hubiera amado, ¡oh, tú que lo supiste!


XCIV

EL ESQUELETO LABRADOR

I

En las láminas de anatomía

Que yacen en estos muelles polvorientos,

Donde tanto libro cadavérico

Duerme como una antigua momia,

Dibujos a los cuales la gravedad

Y el saber de un viejo artista,

Por más que el tema sea triste,

Han comunicado la Belleza,

Se ven, lo que hace más completos

Esos misteriosos horrores,

Cavando como labradores,

Desollados y Esqueletos.

II

De este terreno que escarbáis,

Labriegos resignados y lúgubres,

Con todo el esfuerzo de vuestras vértebras,

O de vuestros músculos descarnados,

Decid, ¿qué cosecha extraña,

Forzados salidos del osario,

Arrancasteis y de qué granjero

Habéis llenado el granero?

¿Queréis (¡con un destino harto duro,

Espantoso y claro emblema!)

Mostrar que en la fosa misma

El sueño prometido no es seguro;

Que alrededor nuestro la Nada es traidora;

Que todo, hasta la Muerte, nos mientes,

133

Y que sempiternamente,

¡Ah! necesitaremos quizá

En algún país desconocido

Cavar la tierra áspera

Y hundir una pesada pala

Bajo nuestro pie sangriento y desnudo?

.

Cuadros parisienses II

XCI
LAS VIEJECITAS
A Víctor Hugo
En los pliegues sinuosos de las viejas capitales,
Donde todo, hasta el horror, vuelve a los sortilegios,
Espío, obediente a mis humores fatales,
Los seres singulares, decrépitos y encantadores.
Estos monstruos dislocados fueron antaño mujeres

¡Eponina o Lais! Monstruos rotos, jorobados
O torcidos, ¡amémoslos! son todavía almas
Bajo faldas agujereadas y bajo fríos trapos.
Trepan, flagelados por el cierzo inicuo,
Estremeciéndose al rodar estrepitoso de los ómnibus,
Y apretando contra su flanco, cual si fueran reliquias,
Un saquito bordado de flores o de arabescos;
Trotan, muy parecidos a marionetas;
Se arrastran, como hacen las bestias heridas,
O bailan, sin querer bailar, pobres campanillas
De las que cuelga un Demonio sin piedad. Destrozados
Como están, tienen ojos taladrantes cual una barrena,
Brillantes como esos agujeros en los que el agua duerme en la noche;
Tienen los ojos divinos de la tierna niña
Que se maravilla y ríe a todo cuanto reluce.
—¿Habéis observado que muchos féretros de viejas
Son casi tan pequeños como el de un niño?
La Muerte sabia deposita en esas cajas iguales
Un símbolo de un sabor caprichoso y cautivante,
Y cuando entreveo un fantasma débil
Atravesando de París el hormigueante cuadro,
Me parece siempre que este ser frágil
Se marcha muy dulcemente hacia una nueva cuna;
A menos que, meditando sobre la geometría,
Yo no busque, en el aspecto de esos miembros discordes,
Cuántas veces es preciso que el obrero varíe
La forma de la caja donde se meten todos esos cuerpos.
—Esos ojos son pozos abiertos por un millón de lágrimas,
Crisoles que un metal enfriado recubre con pajuelas...
¡Esos ojos misteriosos tienen invencibles encantos
Para aquel que el austero Infortunio amamanta!
II
De Frascati difunta Vestal enamorada;
Sacerdotisa de Talía, ¡ah!, de la que el apuntador
Enterrado sabe el nombre; célebre evaporada
Que Tívole antaño sombreaba en su flor,
¡Todas me embriagan! Pero, entre esos seres débiles
Los hay que, haciendo del dolor una miel,
Han dicho al Sacrificio que les prestaba sus alas:
Hipógrifo poderoso, ¡llévame hasta el cielo!
La una, por su patria en la desdicha ejercitada,
La otra, que el esposo sobrecargó de dolores,
La otra, por su hijo Madona traspasada,
¡Todas habrían podido formar un río con sus lágrimas!
III
¡Ah! ¡Cómo he seguido a esas viejecitas!
Una, entre otras, a la hora en que el sol poniente
Ensangrienta el cielo con heridas bermejas,
Pensativa, se sentaba apartada sobre un banco,
Para escuchar uno de esos conciertos, ricos en cobre
Con los que los soldados, a veces, inundan nuestros jardines,
Y que, en esas tardes de oro en las que nos sentimos revivir,
Vierten cierto heroísmo en el corazón de los ciudadanos.
Aquélla, erecta aún, altiva y oliendo a la regla,
Aspirando ávidamente ese canto vivido y guerrero;
Su mirada, a veces, se abría como el ojo de una vieja águila;
¡Su frente de mármol parecía hecha para el laurel!
IV
Tal como camináis, estoicas y sin quejas,
A través del caos de vivientes ciudades,
madres de sangrante corazón, cortesanas o santas,
De las que, antaño, los nombres por todos eran citados.
Vosotras que fuisteis la gracia o que fuisteis la gloria,
¡Nadie os reconoce! Un beodo incivil
Os enrostra al pasar un amor irrisorio;
Sobre vuestros talones brinca un niño flojo y vil.
Avergonzadas de existir, sombras encogidas,
medrosas, agobiadas, costeáis los muros;
Y nadie os saluda, ¡extraños destinos!
¡Despojos de humanidad para la eternidad maduros!
Pero yo, yo que de lejos tiernamente os espío,
La mirada inquieta, fija sobre vuestros pasos vacilantes,
Como si yo fuera vuestro padre, ¡oh, maravilla!
Saboreo sin que lo sepáis placeres clandestinos:
Veo expandirse vuestras pasiones novicias;
Sombríos o luminosos, veo vuestros días perdidos;
¡Mi corazón multiplicado disfruta de todos vuestros vicios!
¡Mi alma resplandece de todas vuestras virtudes!
¡Ruinas! ¡Mi familia! ¡oh, cerebros congéneres!
¡Yo cada noche os hago una solemne despedida!
¿Dónde estaréis mañana, Evas octogenarias,
Sobre las que pesa la garra horrorosa de Dios?

domingo, 2 de marzo de 2014

Certaldo y Vargas Llosa


La pasada semana publicaba Mario Vargas Llosa un artículo en el diario El País sobre Boccaccio y su pueblo natal, Certaldo. Ha sido uno de los lugares visitados este verano en la Toscana y entiendo perfectamente la emoción del Vargas Llosa al pasear por las callejuelas de Certaldo. 
El pueblecito toscano de Certaldo conserva sus murallas medievales, pero la casa donde hace siete siglos nació Giovanni Boccaccio fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Ha sido reconstruida con esmero y desde su elevada terraza se divisa un paisaje de suaves colinas con olivares, cipreses y pinos que remata, en una cumbre lejana, con las danzarinas torres de San Gimignano.
Lo único que queda del ilustre polígrafo es una zapatilla de madera y piel carcomida por el tiempo; apareció enterrada en un muro y acaso no la calzó él sino su padre o alguno de los sirvientes de la casa. Hay una biblioteca donde se amontonan los centenares de traducciones del Decamerón a todas las lenguas del mundo y vitrinas repletas con los estudios que se le dedican. El pueblecito es una joya de viviendas de ladrillos, tejas y vigas centenarias, pero minúsculo, y uno se pregunta cómo se las arregló el señor Boccaccio papá para, en lugar tan pequeño, convertirse en un mercader tan próspero. Giovanni era hijo natural, reconocido más tarde por su progenitor y se ignora quién fue su madre, una mujer sin duda muy humilde. De Certaldo salió el joven Giovanni a Nápoles, a estudiar banca y derecho, para incrementar el negocio familiar, pero allí descubrió que su vocación eran las letras y se dedicó a ellas con pasión y furia erudita. Eso hubiera sido sin la peste negra que devastó Florencia en 1348: un intelectual de la elite, amante de los clásicos, latinista, helenista, enciclopédico y teólogo.
Tenía unos 35 años cuando las ratas que traían el virus desde los barcos que acarreaban especias del Oriente, llegaron a Florencia e infectaron la ciudad con la pestilencia que exterminó a 40.000 florentinos, la tercera parte de sus habitantes. La experiencia de la peste alejó a Boccaccio de los infolios conventuales, de la teología y los clásicos griegos y latinos (volvería años más tarde a todo ello) y lo acercó al pueblo llano, a las tabernas y a los dormideros de mendigos, a los dichos de la chusma, a su verba deslenguada y a la lujuria y bellaquerías exacerbadas por la sensación de cataclismo, de fin del mundo, que la epidemia desencadenó en todos los sectores, de la nobleza al populacho. Gracias a esta inmersión en el mundanal ruido y la canalla con la que compartió aquellos meses de horror, pudo escribir el Decamerón, inventar la prosa narrativa italiana e inaugurar la riquísima tradición del cuento en Occidente, que prolongarían Chaucer, Rabelais, Poe, Chéjov, Conrad, Maupassant, Chesterton, Kipling, Borges y tantos otros hasta nuestros días.
Gracias a esos relatos irreverentes y geniales se convirtió en un escritor inmensamente popular.
No se sabe dónde escribió Boccaccio el centenar de historias del Decamerón entre 1348 y 1351 —bien pudo ser aquí, en su casa de Certaldo, donde vendría a refugiarse cuando las cosas le iban mal—, pero sí sabemos que, gracias a esos cuentos licenciosos, irreverentes y geniales, dejó de ser un intelectual de biblioteca y se convirtió en un escritor inmensamente popular. La primera edición del libro salió en Venecia, en 1492. Hasta entonces se leyó en copias manuscritas que se reprodujeron por millares. Esa multiplicación debió de ser una de las razones por las que desistió de intentar quemarlas cuando, en su cincuentena, por un recrudecimiento de su religiosidad y la influencia de un fraile cartujo, se arrepintió de haberlo escrito debido al desenfado sexual y los ataques feroces contra el clero que contiene el Decamerón.Su amigo Petrarca, gran poeta que veía con desdén la prosa plebeya de aquellos relatos, también le aconsejó que no lo hiciera. En todo caso, era tarde para dar marcha atrás; esos cuentos se leían, se contaban y se imitaban ya por media Europa. Siete siglos más tarde, se siguen leyendo con el impagable placer que deparan las obras maestras absolutas.
En la veintena de casitas que forman el Certaldo histórico —un palacio entre ellas— hay una pequeña trattoria que ofrece, todas las primaveras, “El suntuoso banquete medieval de Boccaccio”, pero, como es invierno, debo contentarme con la modesta ribollita toscana, una sopa de migas y verdura, y un vinito de la región que rastrilla el paladar. En los carteles que cuelgan de las paredes de su casa natal, uno de ellos recuerda que, en la década de 1350 a 1360, entre los mandados diplomáticos y administrativos que Boccaccio hizo para la Señoría florentina, figuró el que debió conmoverlo más: llevar de regalo diez florines de oro a la hija de Dante Alighieri, Sor Beatrice, monja de clausura en el monasterio de Santo Stefano degli Ulivi, en Rávena.
Descubrió a Dante en Nápoles, de joven, y desde entonces le profesó una admiración sin reservas por el resto de la vida. En la magnífica exposición que se exhibe en estos días en la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia —Boccaccio: autore e copista—, hay manuscritos suyos, de caligrafía pequeñita y pareja, copiando textos clásicos o reescribiendo en 1370, de principio a fin, veinte años después de haberlas escrito, las mil y pico de páginas del Decamerón que poco antes había querido destruir (era un hombre contradictorio, como buen escritor). Allí se ve a qué extremos llegó su pasión dantesca: copió tres veces en su vida la Comedia y una vez la Vita Nuova, para difundir su lectura, además de escribir la primera biografía del gran poeta y, por encargo de la Señoría, dictar 59 charlas en la iglesia de Santo Stefano di Badia explicando al gran público la riqueza literaria, filosófica y teológica del poema al que, gracias a él, comenzó a llamarse desde entonces “divino”.
En Certaldo se construyó hace años un jardín que quería imitar aquel en el que las siete muchachas y los tres jovencitos del Decamerón se refugian a contarse cuentos. Pero el verdadero jardín está en San Domenico, una aldea en las colinas que trepan a Fiesole, en una casa, Villa Palmieri,que todavía existe. De ese enorme terreno se ha segregado la Villa Schifanoia, donde ahora funciona el Instituto Universitario Europeo. Aquí vivió en el siglo XIX el gran Alejandro Dumas, que ha dejado una preciosa descripción del lugar. Nada queda, por cierto, de los jardines míticos, con lagos y arroyos murmurantes, cervatillos, liebres, conejos, garzas, y del soberbio palacio donde los diez jóvenes se contaban los picantes relatos que tanto los hacían gozar, descritos (o más bien inventados) por Boccaccio, pero el lugar tiene siempre mucho encanto, con sus parques con estatuas devoradas por la hiedra y sus laberintos dieciochescos, así como la soberbia visión que se tiene aquí de toda Florencia. De regreso a la ciudad vale la pena hacer un desvío a la diminuta aldea medieval de Corbignano, donde todavía sobrevive una de las casas que habitó Boccaccio y en la que, al parecer, escribió el Ninfale fiesolano; en todo caso, muy cerca de ese pueblecito están los dos riachuelos en que se convierten Africo y Mensola, sus personajes centrales.
Todo este recorrido tras sus huellas es muy bello pero nada me emocionó tanto como seguir los pasos de Boccaccio en Certaldo y recordar que, en este reconstruido local, pasó la última etapa de su vida, pobre, aislado, asistido sólo por su vieja criada Bruna y muy enfermo con la hidropesía que lo había monstruosamente hinchado al extremo de no poder moverse. Me llena de tristeza y de admiración imaginar esos últimos meses de su vida, inmovilizado por la obesidad, dedicando sus días y noches a revisar la traducción de la Odisea —Homero fue otro de sus venerados modelos— al latín hecha por su amigo el monje Leoncio Pilato.
Murió aquí, en 1375, y lo enterraron en la iglesita vecina de los Santos Jacobo y Felipe, que se conserva casi intacta. Como en el Certaldo histórico no hay florerías, me robé una hoja de laurel del pequeño altar y la deposité en su tumba, donde deben quedar nada más que algunos polvillos del que fue, y le hice el más rápido homenaje que me vino a la boca: “Gracias, maestro".